sábado, 27 de junio de 2020

A PESAR DE LA NIEBLA




Siempre llevaba un cigarrillo encendido entre los dedos. Y tosía. Tosía mucho. Un día me dijo que, al igual que sus pulmones necesitaban oxígeno para seguir viviendo, su cuerpo requería la dosis de nicotina diaria con el mismo apremio.

Lo cierto es que compartimos muchas jornadas de humo entre charlas. Me contó que, a punto de morir su padre, fue a visitarlo a Madrid, donde vivía con una hija. Salieron los dos a solas a dar un paseo a un parque cercano y el anciano, que tenía una grave enfermedad, le pidió un cigarrillo con voz pedigüeña. No se lo di. En vez de eso le recordé que el tabaco le hacía daño. ¿Y sabes qué? Ahora me arrepiento. Porque murió poco después. ¿Qué daño le hubiera hecho ya un simple cigarrillo?

Yo sospechaba que me contaba esta historia para hacerme chantaje emocional. El médico siempre le estaba prohibiendo fumar. Su familia andaba husmeando para que se viese obligado a dejarlo. Pero él nunca lo abandonó. Se escondía en el cuarto de baño, abría la ventana de par en par y aspiraba el fuerte aroma a tabaco negro con prisas, aguantándose la tos, apurando la colilla hasta que se quemaba los dedos amarillentos. A los nueve años me dieron un pitillo, me gustó y desde entonces hemos sido inseparables.

Yo le ofrecía de mi paquete. Fumábamos la misma marca.

Tenía un montón de anécdotas que contar sobre el campo. Días muy largos de faenas interminables curtiéndose la piel al sol. No había descanso entre el arado, la siembra, la cosecha. Apenas dormía una leve siesta después de comer, pero para no perder tiempo se tiraba al suelo y buscaba una piedra como almohada. Nada, cerrar los ojos un rato para hacer la digestión. Recordaba muy bien aquellas perolas enormes del verano, el calor sofocante impregnando cada rincón, donde los hombres almorzaban el gazpacho que las mujeres habían preparado momentos antes. Bocados entre risas y camaradería que nunca pudo olvidar.

El humo le formaba una areola constante entre el pescado frito y el vino. El caldo, el queso, la fruta. La televisión emitiendo algún concurso de preguntas y respuestas. Le gustaba presumir de acertar todas. Si vais a salir llevaos un vaso y que os lo llenen de helado de vainilla en la heladería de al lado. Lo prefería así, como había hecho desde niño. Pero nunca se lo consentí y siempre aparecí con una tarrina. No sabe igual, decía, y yo ponía los ojos en blanco mientras él se la comía con gozo.

¿Los niños no quieren merendar?, preguntaba sosteniendo su acostumbrada taza de manzanilla bien caliente tras la siesta. Y yo comprendía que deseaba unos dulces. Tampoco debía comerlos, pero su aspecto -en pijama de rayas, el gesto ansioso por una golosina - me recordaba a un osito relamiéndose ante una jarra de miel. Y traía algunos pasteles, que los niños ni siquiera miraban. Nos sentábamos ante la mesa redonda del salón y los probábamos con los cigarrillos esperándonos sobre el mantel.

Tú todavía estás a tiempo de dejarlo. Ahora hay unos inventos modernos muy efectivos. Yo ya no tengo remedio. Pero tú, si te empeñas, seguro que lo consigues.

Una vez, cuando era muy joven, tuvo una novia muy guapa. Una buena mañana, cuando él estaba trabajando en el campo, alguien le vino con el cuento de que ella había estado viendo a una echadora de cartas. Esto, al parecer, le enervó hasta el punto de terminar la relación con ella enseguida. Quise que me lo explicara. Si era tan idiota como para que le engañaran así no merecía casarme con ella. Era campesino, sí, pero le gustaba leer y tenía una amplia cultura general.

Gracias a que abandonó a esta chica pudo casarse, años después, con la madre de sus hijos. Entre calada y tos seguía hablando. La invité a la feria y nos encontramos con unos amigos, me bebí unos vinos. Eso no le gustó y se enfadó conmigo. Así que le pedí perdón en una carta y nos arreglamos. Todavía la tiene guardada en su cajón de la mesita de noche, terminaba diciendo con una sonrisa guasona. Yo hubiera dado mi vida en aquel momento por poder leer aquella carta y descubrir sus palabras de entonces. ¿En verdad había sido joven alguna vez? Me costaba trabajo creerlo a pesar de las muchas fotografías que me mostró. En ellas tenía un ligero parecido a John Wayne en su etapa dorada. La sonrisa de quien se siente seguro en un mundo de hombres dueños de la tierra.

En primavera era cuando más echaba de menos el campo. Los olores, los colores, el compañerismo. Se miraba las manos callosas, entre el humo del tabaco, y sentía la rutina urbana surcándole las venas. Entonces callaba y seguía fumando. Y miraba la televisión. Se ponía nervioso viendo Eurovisión, tragándose el programa entero, aguantando una música que no comprendía. Lo hacía simplemente para comprobar la amistad o la aversión que nos guardaban los países europeos. Y esto, según sus principios, dependía de la cantidad de puntos que dieran a la canción que habíamos presentado. Después de cada votación expresaba su opinión sobre estos países, recordando viejas rencillas o lealtades antiguas.

Sus paseos por el parque, aquellos que adoraba y en los que se aprovisionaba de tabaco para varios días, se fueron espaciando a medida que transcurría el tiempo. Cada vez le costaba más esfuerzo salir a pesar del bastón. Se quedaba sentado en el sofá, esperando las horas de las comidas y las visitas ocasionales que pudieran llegar. Un gruñón insufrible. Tú, mejor que nadie, entenderás que tengo que fumar, me solía decir si me quejaba de la humareda entre las cortinas. La tos constante viviendo en su voz, los ojos llorosos, los dedos deformados por la artritis coloreados por la nicotina. Pero siempre sus palabras exclamando ¿qué pasa, hija? con una entonación profunda de cariño.

Con esto último me quedé cuando se fue para siempre.

PD. Esta noche he soñado con los dos. Estaban en el salón, como siempre. El mismo sofá, el mismo ambiente cargado de humo, la misma televisión encendida. Ella no lo reconocía. Se reía, como hace mucho últimamente. Y él, perdiendo la paciencia como tenía por costumbre, le dijo que se sentara ya, que iba a empezar el concurso. Ella obedeció, todavía entre risas de niña pequeña perdida en un mundo lejano. Se quedaron mirando fijamente el aparato ante la mesa redonda, sin hablar, atentos a la pregunta del presentador. Los dos supieron la respuesta.

Yo, como hice tantísimas veces, me senté entre ellos antes de encender un cigarrillo.


                                                                                          MERCEDES SUÁREZ




martes, 26 de mayo de 2020

AMISTADES DE ANTAÑO




Yo siempre ahorraba para comprarme el último ejemplar. Ella, en cambio, estaba sin blanca cuando llegaba el viernes. La veía en el quiosco de la esquina desde mi ventana. Se aprovisionaba de regaliz, piruletas, pipas y chicles, sentándose luego en la acera a comer las tentadoras golosinas con otros niños del barrio. Yo mientras me quedaba en mi habitación contando las pesetas que, poco a poco, iba acumulando. Así conseguía tener mi tebeo el fin de semana. Lo olía y acariciaba antes de abrirlo y sumergirme en la lectura de sus páginas, triunfante por mi perseverancia.

Luego llegaba ella y me rogaba que se lo prestara. Solía enseñar morritos alegando que no había podido comprarlo y asegurando que se moría por leerlo. Por favor, por favor, por favor. Yo recordaba las chucherías que había disfrutado durante la semana pero no tenía valor para negarme. Y se sentaba allí mismo, bajo la ventana de mi cuarto, con el cómic sobre sus piernas y gozando de la lectura. A veces su madre la llamaba y, como no lo había terminado, se lo llevaba a su casa. Un día me lo devolvió con la portada desgarrada. 



Hace unos días me ha encontrado en Facebook. Han pasado muchos años, pero no puedo olvidar aquella maravillosa amistad infantil. ¿Te acuerdas de cómo disfrutábamos con las aventuras de Mickey y su pandilla?, ha escrito.

Dos segundos he tardado en bloquearla. 

                                                                Mercedes Suárez Saldaña

miércoles, 13 de mayo de 2020

NUNCA ADIÓS





17 años son muchos.
Día tras día, hora tras hora. Siempre atendiéndote. O mejor dicho, tú atendiéndonos a nosotros. No se te escapaba un suspiro, una lágrima, unos ojos preocupados. Tampoco las risas ni la alegría. Conocías cualquier sentimiento que surgiera y, si era el caso, tratabas de aliviar lo que pudiera afectarnos. Sabías, de ese modo sabio que tanto te admiré, que a veces solo se necesita una caricia, un roce, una mirada para hacer que tu compañero se sienta mejor.
Pero 17 años son muchos. Caminatas en el campo, baños de mar, paseos por el pueblo. Y esos saltos al subirte al coche queriendo ser la primera en acomodarte en el asiento. Allá vamos, parecías querer decir. No importaba dónde, eso te daba igual, lo esencial era que pudiésemos emprender el viaje. Pretendías contagiarnos de tu entusiasmo y lo conseguías. Envejecer sin olvidarse de que jugar siempre es una buena solución ante cualquier circunstancia.
Sí, 17 años son muchos. De buscarnos constantemente, de echarnos de menos cuando alguno faltaba, de recibir al que llegaba con la felicidad reflejada en el alma. Un alma cuyo propósito parecía ser el de agruparnos a tu alrededor y disfrutar del momento. ¡Si la vida es muy sencilla!, decía tu mirada.
Sin embargo, 17 años han sido pocos para estar contigo. Quisiera poder seguir acumulando anécdotas y aventuras. Quisiera encontrarte en casa, esperándome, cada vez que abra la puerta. Que volvieras a sentarte conmigo en el patio para oler las flores que tanto te gustaban. Apoyar tu cabeza en mis rodillas. Que mi mano acaricie la calidez de tus rizos y acompase el rítmico latido de tu corazón. Sentir ese amor incondicional traspasándome los sentidos.
Ya no puedo verte pero te has quedado muy dentro de mí.

                                                                                 
                                                           Mercedes Suárez








jueves, 2 de abril de 2020

BALCONES ABIERTOS




No habíamos tenido antes la oportunidad de intercambiar unas palabras. Nunca nos cruzamos siquiera en el vestíbulo del edificio o en el ascensor. De haber querido podríamos habernos dado la mano desde nuestros balcones, que si mantienen el contacto a causa del muro que los une. Una pared que los fusiona desde hace muchos años, aunque los que vivan dentro no sientan ningún interés por conocerse.

Ocurrió una tarde después de las ocho. Los vecinos, uno a uno, fueron volviendo al interior de sus casas, pero nuestros dos balcones permanecieron abiertos un rato más. Nos miramos y sonreímos, sin saber muy bien que decir. Metro y medio de distancia entre ese sentimiento de solidaridad que alivia el miedo y la soledad.  



Desde entonces nos citamos, cada uno en su espacio, para contarnos cómo nos ha ido el día. Noticias, ejercicios, limpieza.

Compartimos recuerdos de paisajes, de veladas regadas de amistad y de aquellos momentos rutinarios que ahora parecen nostálgicamente seductores.

Hablamos del futuro, ese que nos parece tan incierto. Cuando todo esto termine seremos mejores personas, nos decimos siempre. Pero es triste no poder estar seguros.

También, a veces, nos quedamos en silencio mirando las estrellas que, desde hace miles de años, nos envían su espectáculo de guiños centelleantes. Como si quisieran hacernos entender que la distancia entre ellas no les ha impedido formar un cielo infinito.

Encender la luz al mismo tiempo para que la vida vuelva a brillar.

Entonces prometemos que nuestros balcones jamás volverán a cerrarse. 

                                                                       Mercedes Suárez



jueves, 19 de marzo de 2020

LAS COSAS DEL ORINOCO




Que tú no sabes ni yo tampoco.

La frase, como ella, tiene toda la sabiduría del mundo. La aplica constantemente al día a día. Al suyo, al mío, al de todos. Y, aunque parezca una tontería, consigue hacerme pensar que por mucho que quiera no puedo cambiar ciertas cosas. Ni a las personas. Y que no soy dueña de mi vida y tampoco de aquellas que me rodean. Cuando una es consciente de eso os aseguro que se respira mejor.

Lo pienso mucho en estos días que me hago tantas preguntas. ¿Por qué? ¿Quién tiene la culpa? ¿Cuándo acabará esto? ¿Volveremos a tener la misma vida?

Hoy es 20 de marzo. El Orinoco, que lo sabe todo, es consciente de las ganas que teníamos de celebrarlo. Risas con sabor a Talara. Acento regado de rojo y blanco, los colores de su corazón. Brindis de verdadera amistad. Excusa perfecta para disfrutar un día más.

Más pronto que tarde ahí estaremos nuevamente, entre tapitas y cervecitas, cantando un Cumpleaños feliz que realmente lo será. Ya puedes ir eligiendo el sitio y la hora. Porque el Orinoco está de nuestro lado. Y porque los dos estaremos donde digas para estar contigo.
Como siempre.



viernes, 28 de febrero de 2020

Siempre adelante

Comenzar un sendero desconocido siempre crea ciertas dudas. ¿Seré capaz de llegar al final del camino  o tendré que buscar una alternativa porque el trayecto es demasiado difícil? 
Da igual. Siempre da igual. Lo importante es seguir intentándolo y no dejar de avanzar. 



jueves, 9 de enero de 2020

¿Empezamos?




Un papel en blanco. El momento anterior a llenarlo de historias, personajes y sensaciones. Como un inmenso mar por el que navegar sin rumbo. Escribir se convierte entonces en una necesidad. Y me dejo llevar por esa marea que sabe exactamente quién soy.


Mercedes Suárez Saldaña