Siempre llevaba
un cigarrillo encendido entre los dedos. Y tosía. Tosía mucho. Un día me dijo
que, al igual que sus pulmones necesitaban oxígeno para seguir viviendo, su
cuerpo requería la dosis de nicotina diaria con el mismo apremio.
Lo cierto es que
compartimos muchas jornadas de humo entre charlas. Me contó que, a punto de
morir su padre, fue a visitarlo a Madrid, donde vivía con una hija. Salieron
los dos a solas a dar un paseo a un parque cercano y el anciano, que tenía una
grave enfermedad, le pidió un cigarrillo con voz pedigüeña. No se lo di. En
vez de eso le recordé que el tabaco le hacía daño. ¿Y sabes qué? Ahora me
arrepiento. Porque murió poco después. ¿Qué daño le hubiera hecho ya un simple
cigarrillo?
Yo sospechaba
que me contaba esta historia para hacerme chantaje emocional. El médico siempre
le estaba prohibiendo fumar. Su familia andaba husmeando para que se viese
obligado a dejarlo. Pero él nunca lo abandonó. Se escondía en el cuarto de
baño, abría la ventana de par en par y aspiraba el fuerte aroma a tabaco negro
con prisas, aguantándose la tos, apurando la colilla hasta que se quemaba los
dedos amarillentos. A los nueve años me dieron un pitillo, me gustó y desde
entonces hemos sido inseparables.
Yo le ofrecía de
mi paquete. Fumábamos la misma marca.
Tenía un montón
de anécdotas que contar sobre el campo. Días muy largos de faenas interminables
curtiéndose la piel al sol. No había descanso entre el arado, la siembra, la cosecha.
Apenas dormía una leve siesta después de comer, pero para no perder tiempo se
tiraba al suelo y buscaba una piedra como almohada. Nada, cerrar los ojos un
rato para hacer la digestión. Recordaba muy bien aquellas perolas enormes del
verano, el calor sofocante impregnando cada rincón, donde los hombres
almorzaban el gazpacho que las mujeres habían preparado momentos antes. Bocados
entre risas y camaradería que nunca pudo olvidar.
El humo le
formaba una areola constante entre el pescado frito y el vino. El caldo, el
queso, la fruta. La televisión emitiendo algún concurso de preguntas y
respuestas. Le gustaba presumir de acertar todas. Si vais a salir llevaos un
vaso y que os lo llenen de helado de vainilla en la heladería de al lado. Lo
prefería así, como había hecho desde niño. Pero nunca se lo consentí y siempre
aparecí con una tarrina. No sabe igual, decía, y yo ponía los ojos en
blanco mientras él se la comía con gozo.
¿Los niños no
quieren merendar?, preguntaba sosteniendo su acostumbrada taza de
manzanilla bien caliente tras la siesta. Y yo comprendía que deseaba unos
dulces. Tampoco debía comerlos, pero su aspecto -en pijama de rayas, el gesto
ansioso por una golosina - me recordaba a un osito relamiéndose ante una jarra
de miel. Y traía algunos pasteles, que los niños ni siquiera miraban. Nos
sentábamos ante la mesa redonda del salón y los probábamos con los cigarrillos esperándonos
sobre el mantel.
Tú todavía
estás a tiempo de dejarlo. Ahora hay unos inventos modernos muy efectivos. Yo
ya no tengo remedio. Pero tú, si te empeñas, seguro que lo consigues.
Una vez, cuando
era muy joven, tuvo una novia muy guapa. Una buena mañana, cuando él estaba
trabajando en el campo, alguien le vino con el cuento de que ella había estado
viendo a una echadora de cartas. Esto, al parecer, le enervó hasta el punto de
terminar la relación con ella enseguida. Quise que me lo explicara. Si era
tan idiota como para que le engañaran así no merecía casarme con ella. Era
campesino, sí, pero le gustaba leer y tenía una amplia cultura general.
Gracias a que abandonó
a esta chica pudo casarse, años después, con la madre de sus hijos. Entre
calada y tos seguía hablando. La invité a la feria y nos encontramos con
unos amigos, me bebí unos vinos. Eso no le gustó y se enfadó conmigo. Así que le
pedí perdón en una carta y nos arreglamos. Todavía la tiene guardada en su
cajón de la mesita de noche, terminaba diciendo con una sonrisa guasona. Yo
hubiera dado mi vida en aquel momento por poder leer aquella carta y descubrir
sus palabras de entonces. ¿En verdad había sido joven alguna vez? Me costaba
trabajo creerlo a pesar de las muchas fotografías que me mostró. En ellas tenía
un ligero parecido a John Wayne en su etapa dorada. La sonrisa de quien se
siente seguro en un mundo de hombres dueños de la tierra.
En primavera era
cuando más echaba de menos el campo. Los olores, los colores, el compañerismo.
Se miraba las manos callosas, entre el humo del tabaco, y sentía la rutina
urbana surcándole las venas. Entonces callaba y seguía fumando. Y miraba la
televisión. Se ponía nervioso viendo Eurovisión, tragándose el programa entero,
aguantando una música que no comprendía. Lo hacía simplemente para comprobar la
amistad o la aversión que nos guardaban los países europeos. Y esto, según sus
principios, dependía de la cantidad de puntos que dieran a la canción que
habíamos presentado. Después de cada votación expresaba su opinión sobre estos
países, recordando viejas rencillas o lealtades antiguas.
Sus paseos por
el parque, aquellos que adoraba y en los que se aprovisionaba de tabaco para
varios días, se fueron espaciando a medida que transcurría el tiempo. Cada vez
le costaba más esfuerzo salir a pesar del bastón. Se quedaba sentado en el
sofá, esperando las horas de las comidas y las visitas ocasionales que pudieran
llegar. Un gruñón insufrible. Tú, mejor que nadie, entenderás que tengo que
fumar, me solía decir si me quejaba de la humareda entre las cortinas. La
tos constante viviendo en su voz, los ojos llorosos, los dedos deformados por
la artritis coloreados por la nicotina. Pero siempre sus palabras exclamando ¿qué
pasa, hija? con una entonación profunda de cariño.
Con esto último me quedé
cuando se fue para siempre.
PD. Esta noche
he soñado con los dos. Estaban en el salón, como siempre. El mismo sofá, el
mismo ambiente cargado de humo, la misma televisión encendida. Ella no lo reconocía.
Se reía, como hace mucho últimamente. Y él, perdiendo la paciencia como tenía
por costumbre, le dijo que se sentara ya, que iba a empezar el concurso. Ella
obedeció, todavía entre risas de niña pequeña perdida en un mundo lejano. Se
quedaron mirando fijamente el aparato ante la mesa redonda, sin hablar, atentos
a la pregunta del presentador. Los dos supieron la respuesta.
Yo, como hice tantísimas
veces, me senté entre ellos antes de encender un cigarrillo.
MERCEDES SUÁREZ
qué bonito relato, merecería formar parte de una futura nueva recopilación de 'alas negras'.
ResponderEliminarel tabaco tendría sus cosas buenas si no fuera perjudicial para la salud. era algo que unía a gente muy diferente entre sí: jóvenes, mayores, de ciudad, de campo...
besos!!
Hola, Chema. Sí, el tabaco es malo pero durante mucho tiempo estuvo rodeado de una cultura social importante. En las películas en blanco y negro incluso forman parte del decorado y ese humo insistente llena las escenas de momentos muy significativos. Afortunadamente ya no es así. Muchos besitos.
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