sábado, 23 de abril de 2022

BAILES EN BLANCO Y NEGRO

 







La tía Luisa llegaba todos los domingos con una bandeja de pasteles, un ramo de flores y un cubo que contenía una bayeta. La niña, a esa hora, solía estar viendo comedias de cine mudo por televisión. Y, después del saludo de rigor y de elegir una bizcotela – el mejor de los dulces jamás elaborados por manos humanas -, volvía sus ojos hacia Chaplin, el Gordo y el Flaco o Buster Keaton.

-        Qué tiempos aquellos – solía decir la anciana de luto riguroso mirando la pantalla. – Pobres, mira que llevan años muertas las criaturitas.

La niña había visto las mismas películas docenas de veces, pero seguía entusiasmándose por ellas como el primer día. Cierto que ya no se fijaba tanto en las historias que contenían, pero le gustaba saborear los detalles de cada escena. Una señora con sombrero cloche, un lechero llevando su mercancía en coche de caballos, parejas bailando de manera pintoresca e incluso la construcción de enormes edificios que llegaban al cielo. Momentos en blanco y negro que le resultaban enormemente excitantes.






Igual de apasionante le parecía el recorrido por el cementerio que hacía más tarde con la tía Luisa. Le producía un placer morboso ir leyendo las inscripciones de las lápidas que abarrotaban los callejones encalados. Muchas incluso mostraban la fotografía del difunto que dormitaba en su interior. Cientos de muertos que, al igual que aquellos actores de antaño, una vez fueron protagonistas de sus propias historias. A la niña le gustaba fantasear sobre ellos antes de que la tía, mientras se esmeraba en limpiar una tumba en particular con su cubo y la bayeta y cambiaba las flores de la semana anterior, comenzara a relatarle extractos de su vida pasada.

-        Mi pobre José, no conocerás nunca a un hombre más bueno. Además, era tan divertido. Si lo hubieras visto bailar en las fiestas del Protectorado. Los dos nos poníamos nuestras mejores galas y allá íbamos, a bailar toda la noche si hacía falta. Recuerdo que una costurera me hizo un vestido rojo y largo que a mi José le gustaba mucho. Cómo te mira todo el mundo, me decía con orgullo.

La niña sonreía mirando a aquella mujer de cabellos blancos, piel arrugada y espalda encorvada. En realidad, era tía de su madre y, pensaba, debía tener más de cien años. La imaginaba de joven, en blanco y negro y movimientos rápidos en una pantalla cuadrada.

El Día de los Difuntos no se emitió ninguna película de cine mudo. En su lugar pusieron un documental sobre iglesias que aburrió a la niña. La tía Luisa tardaba en llegar y todos en la casa comenzaron a preocuparse. Horas más tarde supieron que unos gamberros en moto le habían agarrado el bolso y arrastrado varios metros antes de poder arrancárselo. El cubo con la bayeta y la bandeja de pasteles quedaron arrinconados en una esquina mientras una ambulancia recogía a la anciana y la llevaba al hospital.

Nunca volvió a ser la misma. Ya no pudo llevar pasteles a nadie ni visitar el cementerio. Se quedó sentada en una mecedora, ajena a lo que ocurría a su alrededor. Y no tardó en marcharse definitivamente.




La niña no ha vuelto a probar una bizcotela. Pero aún sigue viendo películas de cine mudo para tratar de sorprender a la tía Luisa y a su José en un baile interminable.

 

                                                                        MERCEDES SUÁREZ

 

2 comentarios:

  1. Precioso relato.
    Cuando hacen cambiar a cualquier persona a la fuerza, al final, el cambio no es naturalizado y, por consecuencia, siempre quedará la espina clavada de cómo será el último baile. Cada domingo, cada pastel y cada lágrima.

    SALUDOS!
    Atentamente; Un diario personal más.

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  2. Muchas gracias, Antoni, tienes toda la razón.

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