La tía Luisa llegaba
todos los domingos con una bandeja de pasteles, un ramo de flores y un cubo que
contenía una bayeta. La niña, a esa hora, solía estar viendo comedias de cine
mudo por televisión. Y, después del saludo de rigor y de elegir una bizcotela –
el mejor de los dulces jamás elaborados por manos humanas -, volvía sus ojos
hacia Chaplin, el Gordo y el Flaco o Buster Keaton.
-
Qué tiempos aquellos – solía decir la
anciana de luto riguroso mirando la pantalla. – Pobres, mira que llevan años
muertas las criaturitas.
La niña había visto las
mismas películas docenas de veces, pero seguía entusiasmándose por ellas como
el primer día. Cierto que ya no se fijaba tanto en las historias que contenían,
pero le gustaba saborear los detalles de cada escena. Una señora con sombrero
cloche, un lechero llevando su mercancía en coche de caballos, parejas bailando
de manera pintoresca e incluso la construcción de enormes edificios que
llegaban al cielo. Momentos en blanco y negro que le resultaban enormemente
excitantes.

Igual de apasionante le
parecía el recorrido por el cementerio que hacía más tarde con la tía Luisa. Le
producía un placer morboso ir leyendo las inscripciones de las lápidas que
abarrotaban los callejones encalados. Muchas incluso mostraban la fotografía
del difunto que dormitaba en su interior. Cientos de muertos que, al igual que
aquellos actores de antaño, una vez fueron protagonistas de sus propias historias.
A la niña le gustaba fantasear sobre ellos antes de que la tía, mientras se
esmeraba en limpiar una tumba en particular con su cubo y la bayeta y cambiaba
las flores de la semana anterior, comenzara a relatarle extractos de su vida
pasada.
-
Mi pobre José, no conocerás nunca a un
hombre más bueno. Además, era tan divertido. Si lo hubieras visto bailar en las
fiestas del Protectorado. Los dos nos poníamos nuestras mejores galas y allá
íbamos, a bailar toda la noche si hacía falta. Recuerdo que una costurera me
hizo un vestido rojo y largo que a mi José le gustaba mucho. Cómo te mira todo
el mundo, me decía con orgullo.
La niña sonreía mirando a
aquella mujer de cabellos blancos, piel arrugada y espalda encorvada. En
realidad, era tía de su madre y, pensaba, debía tener más de cien años. La
imaginaba de joven, en blanco y negro y movimientos rápidos en una pantalla
cuadrada.
El Día de los Difuntos no
se emitió ninguna película de cine mudo. En su lugar pusieron un documental
sobre iglesias que aburrió a la niña. La tía Luisa tardaba en llegar y todos en
la casa comenzaron a preocuparse. Horas más tarde supieron que unos gamberros
en moto le habían agarrado el bolso y arrastrado varios metros antes de poder
arrancárselo. El cubo con la bayeta y la bandeja de pasteles quedaron
arrinconados en una esquina mientras una ambulancia recogía a la anciana y la
llevaba al hospital.
Nunca volvió a ser la
misma. Ya no pudo llevar pasteles a nadie ni visitar el cementerio. Se quedó
sentada en una mecedora, ajena a lo que ocurría a su alrededor. Y no tardó en
marcharse definitivamente.
La niña no ha vuelto a
probar una bizcotela. Pero aún sigue viendo películas de cine mudo para tratar
de sorprender a la tía Luisa y a su José en un baile interminable.
MERCEDES SUÁREZ